Para abrir boca

25 enero 2009

Familia foral y navarra

Al parecer, los estrategas de la Iglesia católica creen haber encontrado un filón, quizá un recurso de supervivencia, en la familia. Así, en diciembre de 2007, con el ambiente político caldeado y el PP en el monte, convocaron una misa-manifestación (o manifestación-con-misa) a la que se sumó gustosa toda la extrema derecha y que, por lo mismo, fue un «éxito» (dejemos a un lado la inflación interesada de asistentes, delirios de contables frustrados, mejores discípulos de Goebbels que del autor del milagro de los panes y los peces). Así que se dispusieron gozosamente a repetir la algarada en 2008. Ahí la cosa ya no les fue tan bien. La asistencia se redujo a la mitad, sea cual sea la cifra de referencia. Hubo, además, ausencias episcopales y políticas significativas; el PP no se involucró con la misma intensidad; a última hora el propio Rouco pretendió quitar hierro político al evento. Todo ello pudo influir en la merma de asistentes.

En esta cuestión se observa una deriva sutil en el planteamiento eclesiástico. Se ha pasado con toda naturalidad del concepto de «familia cristiana» (católica, en realidad) al de «familia tradicional». La finalidad no es otra que concitar la adhesión de sectores sociales que, ajenos a los valores o la moral católica, comparten su oposición, a veces igualmente frontal, a las últimas reformas legales, singularmente al matrimonio entre personas del mismo sexo (también a la nueva regulación de la adopción). A cambio, se reduce la belicosidad hacia matrimonios civiles, divorcios o parejas de hecho. El matrimonio «como Dios manda» ya no es sólo el bendecido por la Iglesia, sino, simplemente, la unión de un hombre y una mujer; con la boca pequeña se le añade el inocuo calificativo de «estable». Recuérdese que hace tan solo un año se consideraba que cosas como el divorcio exprés socavaban hasta las bases de la democracia. Se pueden aventurar dos factores explicativos de un cambio táctico tan sorprendente. El primero, la evidencia de la pérdida de influencia política (la social está muy desmejorada desde hace tiempo) por parte de la Iglesia católica, que se ve obligada a buscar aliados de circunstancias. Así se entiende, por ejemplo, la incursión que en su día hiciera el papa Wojtyla en el Plan Hidrológico, o el apresurado viaje de la Iglesia católica española hacia la extrema derecha política, de la mano de Rouco y Cañizares. Para colmo de males, la Iglesia se enfrenta a la necesidad de ser agradable a un poder político del que recibe amenazas y desplantes, al tiempo que se muestra como el más generoso desde la firma de los inconstitucionales e inmorales acuerdos con la Santa Sede. El segundo factor es la constatación del arraigo de esas otras formas de familia objeto de la ira eclesiástica, y la tolerancia social imperante, que imponen la necesidad de actuar antes de que sea demasiado tarde y la situación se consolide definitivamente, aliándose con el mismo diablo (todo se queda en casa) si es necesario.

En definitiva, la Iglesia católica va, una vez más, contra la corriente de la historia, de la sensibilidad social e, incluso, de los derechos de las personas. La sociedad es mucho más rica, diversa y tolerante. Diría más, el propio derecho va muy por detrás en esta cuestión y la misma institución del matrimonio es una rémora cuestionable, generadora de conflictos y de desigualdades. Es tan nítida la evidencia de la realidad social que el debate ha llegado a una organización tan ultramontana como UPN. Ha llegado y se ha esfumado en cuanto la autoridad competente ha puesto las cosas en su sitio, restableciendo el tan apreciado orden «natural». Pero ya es mucho que la juventudes de UPN se hayan planteado aceptar todas las formas de familia (y rechazar no sólo la reforma de la ley del aborto, sino cualquier forma de aborto: una de cal y otra de arena, no ilusionarse).

Ha sido gracias al debate que se ha suscitado en UPN —y en el que ha intervenido, con mal disimulado regocijo, todo el mundo— cuando hemos descubierto que aún hay otra forma de familia: la familia foral y navarra. El artífice de tan iluminadora reducción del ámbito de nuestra ignorancia ha sido José Ignacio Palacios, cabeza visible del PPN (ellos se denominan «populares de Navarra»: ya veremos). La necesidad que tiene el PPN de diferenciarse de UPN sin parecer sucursalistas en exceso les lleva a intentar sobrepasar a UPN en su propio terreno: el fuerismo folclórico y el integrismo moral. Palacios considera que Sanz, «como garante de nuestra foralidad y específicamente del matrimonio regulado en el Fuero Nuevo, tiene el deber de pronunciarse rechazando toda alteración o manipulación de la familia foral y navarra».

Parece ser que la regulación de la familia «foral y navarra» en el Fuero Nuevo es fruto de la revelación divina y, por tanto, inmodificable. Por ello, las nuevas formas de matrimonio son contrarias al régimen foral. Tanto tiempo convencidos de que las tablas de la ley las había roto, presa de un monumental cabreo, el propio Moisés en las estribaciones del monte Sinaí, y ahora resulta que estaban en Navarra. Al final, lo que se pretende con tan altisonante verborrea es que sólo se considere matrimonio la pareja (¿estable?) formada por un hombre y una mujer. Pero si de familia navarra se habla, la disquisición puede llevarnos muy lejos. De fiarnos del Codex Calixtinus la familia navarra sería más bien un trío, animal incluido: «los navarros practican también la bestialidad y se dice que toman sus medidas para que nadie pueda acercarse a su mula o yegua, sino él mismo. También besa lujuriosamente el sexo de la mujer y de la mula». Así que el lehendakari Sanz, guardián de las esencias forales, debería aplicarse sin demora —en su función de garante del matrimonio foral— a la tarea de redefinir los módulos de VPO para incluir un aposento adecuado (cuadra, establo) para que los navarros (y las navarras, con permiso del Fuero Nuevo) puedan acceder a su correspondiente irracional con la dignidad y el decoro propios del ya bien instalado siglo XXI.

Resulta obsceno que se utilice el régimen foral como excusa. Pero de ser cierto que el Fuero Nuevo es una rémora para ampliar derechos y conseguir la efectiva igualdad de las personas, peor para el Fuero Nuevo, puesto que habrá que colegir que es una antigualla y ya no sirve. Y ya se sabe: las cosas que no sirven, al museo o a la basura.

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19 enero 2009

El clímax del clima: España y sus incumplimientos

El pasado 17 de diciembre, en respuesta a una interpelación urgente de la diputada Uxue Barkos relativa a las térmicas de Castejón, la ministra de Medio Ambiente afirmó que todavía no se puede hablar de incumplimiento del Protocolo de Kyoto, ya que habrá que esperar a 2012. Justificó, además, el fuerte incremento de las emisiones por el notable crecimiento económico de los últimos años. Suena a eslogan cutre: contra el enfriamiento económico, calentamiento climático. Se trata de dos cuestiones, la existencia del incumplimiento y su justificación, que merecen alguna consideración.

Empezando por los plazos, la referencia para determinar si ha habido o no incumplimiento será la media de las emisiones del periodo 2008-2012. Por tanto, se puede afirmar sin riesgo que España no cumplirá los compromisos contraídos en el Protocolo de Kyoto. Es materialmente imposible, incluso suavizándolos mediante la compra de derechos de emisión y otros mecanismos que permiten incrementar el objetivo hasta el 24%. Y el incumplimiento tiene un coste.

Como es conocido, el objetivo del Protocolo es limitar las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI), principales responsables del cambio climático. La UE asume una reducción conjunta del 8% de las emisiones de 1990 que, sin embargo, no se distribuye a partes iguales entre los Estados miembros —la «burbuja europea» que tanto le gustaba a la ministra Tocino—. Atendiendo a su menor nivel de desarrollo y de emisiones, a España se le permite un incremento del 15% de las emisiones en relación con el valor de 1999, que ascendía a 290 millones de toneladas equivalentes de CO2.

España alcanzó ese umbral del 15% en 1997 y desde entonces no ha dejado de crecer el volumen de emisiones, con la sola excepción de 2006. En el artículo 3.2 del Protocolo se establece que «cada una de las Partes incluidas en el anexo I deberá poder demostrar para el año 2005 un avance concreto en el cumplimiento de sus compromisos contraídos en virtud del presente Protocolo». Pues bien, en 2005 España había rebasado las emisiones de 1990 en un 52,1%. Tras el descenso de 2006 (triunfalmente vendido por la vicepresidenta De la Vega), en 2007 se vuelve a crecer hasta superarse el nivel de 1990 en un 52,3%. Eso son «avances concretos». De los veintisiete Estados miembros de la Unión Europea, sólo se espera que incumplan con el objetivo de Kyoto tres: Dinamarca, Italia y España, teniendo en cuenta que en los otros dos casos el objetivo era reducir las emisiones, Dinamarca en un 21% e Italia en un 6,5%; nada que ver con el incremento del 15% que se permite a España. Así las cosas, sólo en los pronunciamientos irresponsables (por infundadamente optimistas) del Gobierno español se habla de cumplir el objetivo de Kyoto.

De acuerdo con los datos de la Agencia Ambiental Europea, las emisiones per cápita pasan de 7,4 toneladas en 1990 a 9,9 en 2006, es decir, se incrementan un 34%, un nuevo récord en Europa. Ciertamente, las emisiones por unidad de PIB se han reducido en ese período en un 6%, lo que significa una mejora en la eficiencia energética que, sin embargo, queda por debajo de la media, que ha sido del 33% para la UE-27 y del 30% para la UE-15. También es verdad que el ritmo de incremento de las emisiones se ha reducido y, actualmente, es inferior al del crecimiento económico. Algo completamente insuficiente pero que cabe considerar positivo, a la vista de la evolución seguida en los años de gobierno del Partido Popular, más dedicado a sembrar alarma en el sector empresarial y sindical que a cumplir sus compromisos. El patético «negacionismo» actual de Aznar es la secuela de aquella actitud.

Pero estos datos, áridos y no siempre de fácil digestión, no proporcionan información sólo de la situación ambiental. Dicen mucho sobre el modelo de crecimiento económico, las políticas seguidas los últimos quince años o lo que cabe esperar de no mediar cambios sustanciales en dicho modelo. La propia dureza e intensidad de la crisis tiene mucho que ver con ello.

Llegamos así a la segunda cuestión, es decir, si el crecimiento económico es argumento suficiente para justificar el desastre ambiental. Empecemos por aclarar que el crecimiento entendido de la manera convencional (como mero incremento de la cifra de PIB), por sí mismo no dice nada, no es más que un guarismo al que se suele dar un valor desproporcionado y que muchas veces no va más allá de una cifra para exhibir, haciéndose abstracción de su contenido. Pero lo que importa es cómo se consigue tal incremento y a qué precio (social, ambiental, económico). Por ello no es baladí la distinción entre crecimiento y desarrollo, por mas que un uso negligente o en exceso laxo de los términos lleve a confundirlos. El desafío —y la necesidad, habida cuenta de la situación, que es de emergencia— consiste en disociar deterioro ambiental y crecimiento, pues esto es lo que significa el desarrollo sostenible. Eso tiene que ver, y mucho, con el modelo económico. No es cierto que el crecimiento deba ser inexorablemente depredador de recursos y generador de impacto ambiental. Lo será si se basa en tecnologías mediocres o poco avanzadas, en empleos poco cualificados, si se dirige a sectores y actividades que compiten estrictamente en costes o si se priman intereses particulares espurios en detrimento del interés general. Ése es, precisamente, el modelo seguido por España en las últimas dos décadas. De ahí su impacto ambiental y las poco halagüeñas expectativas que se abren.

Por tanto, la excusa gubernamental del crecimiento económico para justificar el deterioro ambiental y el incumplimiento de Kyoto no sólo no es admisible, sino que revela un fracaso estrepitoso del propio modelo económico. Llevamos casi cinco años oyendo que España es el espejo en el que se mira prácticamente todo el mundo. Hay que admitir que ocupa puestos destacados: el empleo se desmorona a tasas inigualadas; se anuncia una crisis comparativamente más profunda; la credibilidad financiera está en entredicho y ya se habla de reducir la calificación de la deuda española; el incumplimiento de Kyoto es insuperable.

Y en Navarra, cómo no, dando la nota. Las emisiones crecen más deprisa que en España, el Gobierno de UPN está dispuesto a saltarse la ley para sacar adelante su proyecto de Castejón, la planificación territorial y la política urbanística exacerban las necesidades de movilidad y no se hace nada por mitigar el impacto del transporte en las emisiones de CO2… Eso sí, en medio del desastre ecológico se alardea de energías renovables. Fernández de la Vega decía, con la euforia del «buen» dato de 2006, que España lideraría la lucha mundial contra el cambio climático. Si va a ser de esta manera mejor que no.

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