Las negociaciones sobre la formación de lo que se va a denominar Banca Cívica van a buen ritmo y, se dice, el Banco de España ve con buenos ojos la operación. Quizá el Banco de España sepa de qué va el asunto, pero si nos hemos de guiar por la información transmitida, trabajadores incluidos, todo es bastante oscuro. (El Consejo General de Caja Navarra aprobó por unanimidad la integración en Banca Cívica. De los sindicatos del régimen y el PSN cabe esperar bien poco. Pero el apoyo de IUN es incomprensible e ¿inexplicable?).
¿Qué significa que el Banco de España considere positiva la operación? Mucho o casi nada, según se mire. El Banco de España se enfrenta a la patata caliente de unas cajas que han asumido un elevado riesgo en los años del boom inmobiliario y se encuentran ahora, entre otros problemas, con una morosidad en rápido crecimiento. Y a pesar de lo que se ha repetido con insistencia, la responsabilidad del Banco de España en el actual estado de cosas, fundamentalmente por omisión, no es pequeña. Una de las maneras de reducir la fragilidad del sistema es promediar riesgos mediante fusiones. También se pretende mejorar la solvencia incrementando el tamaño, cuestión sobre la que convendría reflexionar. Sorprende la inamovilidad de las concepciones, la rapidez con la que se vuelve a las ideas de siempre, como si no hubiera pasado nada y no estuviéramos inmersos en la mayor crisis financiera desde los años treinta. Por tanto, que una operación así esté bien para el Banco de España no quiere decir que sea buena para Caja Navarra (a expensas, claro, de quién defina lo que es bueno para Caja Navarra) y, mucho menos, para Navarra.
Es esta una primera acotación necesaria para centrar el tema en sus coordenadas, depurando un ruido que nada aporta pero que llega a utilizarse como cortina de humo o coartada para decisiones, insisto, insuficientemente explicadas. Así, hay una serie de aspectos en los que puede ser conveniente detenerse. La mencionada falta de información dificulta saber si se trata de elucubraciones sin fundamento o hay motivos reales para la reflexión (y la preocupación). Veamos.
¿Qué es exactamente ese ente denominado Banca Cívica? No está muy claro. Una caja no. ¿Un banco? Quizá. Inicialmente se dio a entender que sería una especie de puesta en común de determinados recursos con el fin de reducir costes y obtener sinergias. Algo así como una central de compras en versión financiera. Se le ha llegado a denominar fusión virtual o fusión fría. Pero ahora se habla ya de un Grupo Económico Consolidado (GEC). Si este GEC se configura finalmente como un banco, sería previsiblemente una sociedad anónima, lo que abre la puerta a la privatización de las cajas.
De las características del GEC se sabe poco, pero sí que tendrá su sede (servicios centrales de Banca Cívica) en Madrid. La importancia de este dato no es pequeña. Primero, porque, repitiendo lo que ya hizo UPN con EHN, supone llevar capacidad de decisión fuera de Navarra, perder capacidad de control sobre recursos fundamentalmente navarros. Y segundo, porque la expansión del grupo más allá de los territorios naturales de sus integrantes formará parte del GEC. Esto significa la progresiva dilución del Caja Navarra en el ente Banca Cívica. Hay un factor que contribuiría a acelerar esa dilución. En este momento Caja Navarra es la más grande del grupo. Pero, según algunas previsiones que se barajan, podrían incorporarse en el futuro cajas de mayor tamaño.
En la información facilitada, se dice que las cajas «mantendrán su personalidad jurídica, gestión de obra social, marca y gestión de redes comerciales en sus territorios naturales, manteniendo el arraigo local y compromiso con el desarrollo económico, social e institucional». Esto suena muy bien. Pero, se añade, «las políticas estratégica, financiera, comercial, de créditos y riesgos, internacional y de organización se fijarán desde una nueva sociedad, que actuará como una empresa de servicios financieros plenos». Si la estrategia y los aspectos fundamentales que definen la actividad financiera y bancaria se deciden de forma centralizada, ¿qué queda para cumplir ese compromiso con el territorio de origen? A este respecto, hay un detalle significativo. El acuerdo de integración en Banca Cívica de Caja Burgos contiene un mandato al director general de la entidad para intensificar los contactos con Caja Segovia y Caja de Ávila (y otras en el futuro) «coherentemente con la voluntad permanente de Caja de Burgos de reforzar el sistema financiero regional». Es decir, se trata de ganar peso en el grupo para poder inclinarlo en mayor grado hacia Castilla y León. Todos parten, pues, de que se va a perder contacto con el territorio de origen.
Un último aspecto que se presenta como emblemático y es muy discutible es que se pretende que la nueva entidad tenga como filosofía el concepto de banca cívica tan caro a los actuales dirigentes de Caja Navarra. Ciertamente el concepto ha tenido mucho éxito social y mediático. Pero no es más que una mercantilización abusiva de la obra social que, hay que recordar, constituye una obligación de las cajas. El uso de la obra social como instrumento de marketing lleva a su difuminación, a su distribución con criterios poco claros y a la infrafinanciación generalizada, dejándose además de lado proyectos significativos y relevantes que, por diversas razones, no son susceptibles de obtener apoyos. Es un modelo que tiene poco de cívico y mucho de demagógico o populista.
En suma, el ente Banca Cívica parece ser una fusión solapada, por la puerta de atrás, seguramente porque tanto el Gobierno de Navarra como Caja Navarra saben que es difícil argumentar la conveniencia económica y financiera para Navarra de la fusión y, previsiblemente, la opinión pública no lo entendería. El primer efecto, como ya he comentado, es la pérdida de capacidad de decisión (autonomía, por tanto), de la poca que va quedando ya en Navarra. Pero quizá el verdadero trasfondo esté más en la política que en la economía. Principalmente para evitar la que, a todas luces —salvo a las de Sanz, ferozmente distorsionadas por su antivasquismo fanático y visceral— sería, de ser necesaria alguna fusión, la operación organizativa, económica y financieramente más obvia: la fusión con las cajas vascas. Y, de rebote, se consigue un segundo objetivo político, que es diluir aún mas la personalidad de Navarra en España por la vía crematística, que a la postre suele ser la más segura (algo así pretendía hacer el PSE en la Comunidad Autónoma Vasca, fusionando cada caja con otras de fuera, pero parece haberse echado atrás).
Si el conde de Lerín hubiera sabido que cinco siglos después iba a tener un émulo tan eficaz, se habría ido mucho más satisfecho a la tumba. La sucesión lógica de los acontecimientos, como ya ocurriera hace quinientos años, es que los destinos de Navarra pasen a manos de algún funcionario de la corte castellana. Qué más da llamarla lehendakari, presidenta… o virreina.
24 abril 2010
Banca Cívica: ¿operación incívica?
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14 abril 2010
Sobre ciencia, patrañas y el espejismo de la «tradición»
Es obvio que la ciencia, o más bien el método científico, tiene lagunas y falla a la hora de proporcionar explicaciones completas e, incluso, convincentes, de muchos problemas de todo tipo a que se enfrenta el género humano, en parte porque lo que hace es no tanto afirmar como excluir hipótesis; en parte, también, porque está sometido a procedimientos rigurosos de formulación y contrastación de hipótesis. Pero eso no otorga de forma automática validez a otras supuestas formas (hay quien las llama «alternativas», en un intento de colocarlas al mismo nivel) de acceso al conocimiento. Y no se olvide que el método científico está estrechamente ligado en sus orígenes a la Ilustración, la igualdad de las personas y la democracia (obsérvese que todo eso pasa necesariamente por la separación Iglesia-Estado).
Pero siguen existiendo reflejos, tics, que nos llevan a concepciones mágicas, precientíficas, del mundo, mucho más arraigadas de lo que parece. La religión, en tanto que filosofía fosilizada —o quizá abortada— no es ajena a ello por más que, en algunos casos, se aprecie cierto afán modernizador, con las lógicas limitaciones de quien parte de la verdad revelada y, por tanto, del argumento de autoridad como razón última de las cosas.
Por ahora se cumple el cuarto centenario del célebre auto de fe de Logroño que mandó a la hoguera a parte del vecindario de Zugarramurdi. Si había lugar a tales ceremonias era porque brujos, brujas, inquisidores y el común de los mortales creían en la existencia física del diablo, en sus malas artes y en la magia (véase el delirante Malleus maleficarum, responsable de tantas atrocidades y crímenes «legales»). Abundando en ello, es muy recomendable la lectura del capítulo correspondiente de El señor inquisidor y otras vidas por oficio de Caro Baroja o La bruja y el capitán del maestro Sciascia.
Muchas de las cosas que se dicen hoy sobre medicinas alternativas tienen que ver con ese residuo de la visión mágica del mundo, que todo lo arregla con sortilegios en la forma que sea: danzas, brebajes, imposición de manos y hasta supuestas operaciones quirúrgicas sin instrumental y sin cicatrices. Muchas veces, además, se da por bueno lo antiguo por el mero hecho de serlo, sin tener en cuenta que puede consistir en «saberes» que no han pasado por un proceso de contrastación con garantías. El saber tradicional procede la mayoría de las veces por acumulación inconsistente de conocimientos a menudo obtenidos mediante formas groseras de inducción. Da risa oír a estas alturas a algunas personas defender, por ejemplo, el uso médico de las sanguijuelas apelando a esa supuesta «medicina» tradicional tan sabia y con tan sólidos fundamentos (es sabido que la mortalidad era en el siglo XVII, pongamos por caso, infinitamente menor que hoy o la esperanza de vida mucho mayor). Lo mismo cabe decir de la medicina tradicional china; puede que tenga algunas virtudes y proporcione algún conocimiento válido, no lo sé, pero compárese la situación sanitaria y demográfica de China a principios del siglo XX y hoy y sáquense conclusiones.
Eso sí, como signo de la modernidad, van surgiendo versiones sofisticadas de viejas creencias (que no teorías), como el «diseño inteligente», que pretende superar las evidentes limitaciones del mucho más tosco creacionismo envolviéndolo en una jerga supuestamente científica. O recurrir a no sé qué restos de fuerzas gravitatorias de moléculas inexistentes en los compuestos homeopáticos para justificar una eficacia que ni la ciencia ni la razón avalan. La argumentación exótica basada en ignotas propiedades de diseños y materiales en artilugios de toda laya y efectos casi milagrosos entra en esta categoría. Las mismas personas ávidas de milagros que no se cansaban en otro tiempo de ver apariciones del santoral católico, singularmente marianas, hoy son ufólogas que hacen de la existencia de vida en otras partes del Universo cuestión de creencia y de dogma. Y si la Virgen sólo se manifiesta a creyentes, son estos acólitos de la nueva fe los únicos llamados a presenciar las apariciones de las (salvíficas o no, en esto hay división de opiniones) naves espaciales.
Otra característica de muchas de estas patrañas, con la pretensión, seguramente, de dotarlas de verosimilitud y actualidad, es la apelación a informes de organismos científicos. Por ejemplo, hace años se habló mucho de un informe de la NASA sobre la Sábana Santa de Turín que demostraba, decían, la resurrección de Jesús. Tal informe concluía, en realidad, que no hay manera de asegurar que fuese el sudario de Jesús (así se lo atribuye la revista Goddard News —vol. 27, nº 16, 26 de mayo de 1980— de la NASA a uno de los miembros del equipo de investigación: «According to Lynn, there is no way to prove the Shroud of Turin is actually Christ’s burial cloth. The most anyone can do is chase information to improve the possibility that is»). A partir de ahí se han extraído unas consecuencias que no se derivan directamente del estudio, pero que pretenden legitimarse en él y obtener un marchamo científico. Que las marcas de la Síndone fueron causadas por radiaciones debe demostrarse. Que tales radiaciones tuvieron por causa una resurrección debe demostrarse. Que el resucitado es Jesús de Nazaret debe demostrarse. Sin embargo, se eliden todos esos pasos necesarios y se ligan directamente las marcas de la Síndone a la resurrección de Cristo, en lo que es un auténtico salto en el vacío con dosis considerables de manipulación (hay que decir que el propio Juan Pablo II se negó a dar ese salto y relativizó considerablemente en la misma catedral de Turín la validez de la Sábana; y, al parecer, tampoco le hizo gracia que fuera sometida a la prueba del Carbono 14, con los resultados ya conocidos).
En la literatura dedicada a la ufología hay abundantes referencias a informes de servicios secretos o militares sobre naves extraterrestres. Cuando tales informes existen, resultan que hablan de «objetos», «luces» y términos de similar tenor que pueden tener su origen en fenómenos meteorológicos, atmosféricos o artefactos humanos. Pero, una vez más, se da completa credibilidad a la fuente (lo cual es ya de por sí cuestionable) y se hacen cabriolas en el vacío para concluir que son ovnis (y puede que lo sean, pero en su acepción de objetos no identificados, no de naves extraterrestres). Un maestro de la manipulación en este campo (y en algún otro) es Iker Jiménez, cuyos programas resultan fascinantes, no por su contenido, sino por las tretas utilizadas para sacar conclusiones aventuradas que no se desprenden del razonamiento, construir silogismos falaces y, al mismo tiempo, dar imagen de equidistancia y neutralidad.
Hay dos ejemplos de razonamiento falaz sobre el que se construye una historia con pretensiones de verosimilitud que, por cercanía, me llaman la atención. En el Cusco (Perú) se venera un Cristo (de color negro y por la misma causa que es negro san Fermín) llamado Señor de los Temblores. La historia viene a decir que cuando la ciudad fue sacudida en 1650 por un violento terremoto, bastó sacar la imagen para que aquél cesara. También se le atribuye que las réplicas del terremoto no fueran devastadoras. Tanto milagro casa mal con la evidencia de que el de 1650 fue seguramente el peor terremoto que ha sufrido la ciudad del Cusco. Ítem más, un terremoto no dura eternamente. Es de suponer que para cuando alguien piensa en sacar al Cristo, se ponen manos a la obra y finalmente se ejecuta la acción hay tiempo para que se produzcan varios seísmos. Al final lo que se atribuye a la imagen milagrosa ¡es que no hubiera más destrucción de la que hubo! Sorprendente el bajo nivel de exigencia a la divinidad. Dicen las crónicas que el terremoto «duró lo que duran tres credos» y, al parecer, hubo más de 400 réplicas. Cuenta un texto periodístico de 1950 que, cuando en ese año se produjo otro terremoto igualmente devastador, una persona que se hallaba en la plaza de la Catedral espetó al Cristo: «Negrito, ¿por qué nos haces esto?».
En Pamplona, cada Jueves Santo el Ayuntamiento acude en Cuerpo de Ciudad (ay, la aconfesionalidad; ay, por dónde se pasa la Constitución tanto –y tanta— constitucionalista de boquilla pero franquista de corazón) para pasear en procesión un simulacro con la representación de cinco llagas rodeadas por una corona de espinas (ay, la casquería católica). El motivo es cumplir con un voto realizado en 1599 a cuenta de una peste que asolaba la ciudad. El causante fue un fraile que quizá no tenía peste pero andaría febril vaya usted a saber a causa de qué sustancia, bebedizo o ungüento. El caso es que después de una serie de rituales relacionados con las cinco llagas y la corona de espinas, la peste cesó repentinamente. Es comprensible que las gentes de la época, desbordadas por algo que escapaba a su comprensión y capacidad de acción, se refugiara en la religión, la magia o cualquier otro artilugio que le prometiera solución a sus males. Con ocasión de esa misma peste ya el Ayuntamiento había hecho voto, en nombre de la Ciudad, de no comer carne la víspera de san Fermín y san Sebastián (que no se entere Barcina o nos quita el chuletón del 6 de julio), así como levantar una ermita a san Roque y acudir en procesión a ella todos los años. El caso es que la peste, por entonces endémica en Europa, tenía episodios que desaparecían solos (y solían alcanzar su pico hacia la primavera). Al final, la agenda del Ayuntamiento de Pamplona la marcan, en parte, las visiones de un fraile alucinado; alucinante.
El problema no está en lo que se decía o pensaba en el siglo XVII, que era consecuencia de un estado de los conocimientos y de una visión del mundo acorde con aquéllos. Más aún, si hubiera aparecido alguien con antibióticos para la peste, seguramente habría acabado en la hoguera. El problema es que esas anécdotas se fosilizan y se transmiten tal cual, inmunes al paso del tiempo y a la evolución del conocimiento del mundo, hasta convertirse en verdad absoluta.
Por seguir un razonamiento del mismo tenor, me atrevo a proponer un remedio para el resfriado común que, aunque se antoje truculento, es de una gran eficacia. Consiste en amputarse un dedo. En un plazo no superior a siete días el resfriado se pasará. La única pega del remedio es que el margen disponible alcanza a veinte resfriados (evitaré en este punto chistes obvios y hasta zafios).
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07 abril 2010
Muchos planes y pocas nueces
Una vez más, el Gobierno de Zapatero vuelve por sus fueros y, perseverante en su vicio, anuncia una y otra vez las mismas medidas, como si fueran diferentes, seguramente para generar apariencia de actividad gubernamental cuando, en realidad, no es que no se haga nada, es que ni siquiera hay ideas. O quizá no hay margen, pero entonces habría que sincerarse y reconocerlo.
Hasta la fecha se han puesto en marcha, siempre con ruidosa profusión de anuncios y alharacas tres «planes» para hacer frente a la crisis económica. La medida estrella del primero de ellos, con soniquete de soborno electoral, fue la deducción de los 400 euros. El resto de aquel decreto poco tenía que ver con la situación de la economía. En el segundo destacaba la concesión de avales a PYMES y la previsión de ahorros en gasto corriente del Estado por valor de 250 millones de euros en dos años. El tercero, allá por agosto de 2008, se centró en la habilitación de 10.000 millones en dos años para la concesión de avales para VPO, ampliación de la partida de avales a PYMES, supresión del Impuesto sobre el Patrimonio y una serie de medidas peregrinas, al menos en lo que a su relación con la crisis respecta, pero publicitadas como si contuvieran el secreto de la piedra filosofal: pago de multas de tráfico por Internet, Ley de Creación del Consejo Estatal de Medios Audiovisuales o la obligada transposición de la Directiva Bolkestein.
Cabe recordar que la deducción de los 400 euros tuvo un efímero recorrido y que la vicepresidenta Salgado ya ha reconocido que la supresión del Impuesto sobre el Patrimonio fue un error (¿cómo iban a saber ellos que la crisis iba a adquirir ese cariz? Lo dice y se queda tan a gusto).
La última jugada es la propuesta de un pacto de Estado contra la crisis, para cuya gestación se buscó el palacio de Zurbano. Después de muchas idas, venidas, fotos, acuerdos y desacuerdos, finalmente sólo UPN apoya el pacto como tal. Un somero repaso al último texto disponible (a expensas de lo que finalmente apruebe el Consejo de Ministros) sugiere algunas consideraciones.
Los dos primeros grupos de medidas pretenden facilitar el funcionamiento empresarial, sobre todo de las PYMES, mejorando su acceso al crédito, flexibilizando algunas operaciones o incentivando la salida a mercados exteriores. Destaca la concesión de préstamos directos del ICO: puede ser un buen comienzo para plantearse seriamente la recuperación de la banca pública.
Otro grupo de medidas pretende impulsar la creación de empleo incentivando la rehabilitación de viviendas. Son medidas que cabe considerar sensatas, pero no por razones de estímulo económico, sino de diseño urbano, política de movilidad, reducción del derroche de recursos o sostenibilidad. Su eficacia estimuladora viene condicionada, a mi modo de ver, por dos consideraciones. La primera, que las familias están muy endeudadas y el acceso al crédito sigue restringido. La segunda, que al estallar la crisis una parte del sector se «sumergió», lo que previsiblemente mermará los efectos de una reducción del IVA. En cuanto a la propuesta de incrementar la financiación de VPO para venta, es perseverar en el error y empezar a crear las condiciones para un nuevo desastre.
El apartado de medidas «con el fin de impulsar el desarrollo de las infraestructuras de transporte, el transporte público y la movilidad sostenible» no contiene iniciativas de enjundia (lo que no quiere decir que sean rechazables) salvo una referencia vaga a un «Plan Extraordinario de Infraestructuras Sostenibles» que parece insistir en un enfoque más productivista que de sostenibilidad. Tampoco parece que las medidas de política turística ataquen los problemas estructurales del sector ni que vayan más allá de fomentar la desestacionalización del uso de la infraestructura existente. Y una política más agresiva en la materia (y ambientalmente cuidadosa) no carecería de interés, por ser un sector intensivo en trabajo.
En cuanto al sector público, el objetivo de austeridad y rigor en el gasto es de sentido común. Lo que sorprende es que, de repente, se vean tantas posibilidades de hacer economías a base de controlar mejor. La conclusión obvia es que hasta ahora se estaba derrochando conscientemente. Lo que no se explica, y es preocupante, es el encaje, en ese contexto, de las prestaciones sociales y la dependencia. Como también es de sentido común mejorar la eficiencia energética de los edificios públicos: ¿hay que esperar a que haya crisis para percatarse de ello?
Pero hay una medida que resulta particularmente llamativa, por lo absurdo de los términos en que se plantea, cual es la de «elevar el peso de la industria en el PIB acercándolo a la media europea». Para empezar, el peso de la industria era en 2007 del 17,5% del PIB, frente al 20,4% del área euro, con países como Francia (14,1%) o el Reino Unido (16,7) con porcentajes menores (en Alemania es del 26,4%). Además, hay notables diferencias entre las regiones europeas, dependiendo, entre otras cosas, de su nivel de renta. La pérdida de peso del sector industrial tiene que ver, no tanto con la pura desindustrialización, esto es, reducción del tejido industrial (ya sea por simple desaparición, ya por deslocalización), como con el mayor dinamismo relativo de otras actividades, singularmente las de servicios, y es inherente al carácter dinámico de los procesos económicos. Por tanto, buscar como objetivo de la política económica el aumento del peso del sector industrial, además de complicado de instrumentar, es absurdo en su misma concepción y puede llevar a resultados contraproducentes, como ocurre a menudo con las políticas poco selectivas. Otra cosa es que se busque el fomento de determinadas actividades industriales (alguna referencia hay en el documento) pero en ese caso estamos en otra situación y el resultado final puede implicar, o no, un aumento del peso del sector industrial.
En definitiva, nos encontramos con un conjunto de medidas en general bienintencionadas y, salvo algunas excepciones ya comentadas, sensatas y dignas de consideración e incluso de puesta en práctica. Pero no constituyen un plan para hacer frente a la crisis económica. En este aspecto estamos donde estábamos: un gobierno inoperante tratando de vender humo, como si la crisis se resolviera a golpe de ruedas de prensa. Pero los problemas estructurales que explican la amplitud y profundidad de la crisis siguen incólumes porque nadie los ha atacado.
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